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La casa de Raven



Hacía tiempo que habías dejado de verme como aliento ajeno. Frotabas las cuerdas de mi violín como si fuera tuyo. Teníamos los ojos empapados de ficciones, como cuando el viento frío te corta a trozos. A ratos la vida nos quería, otros nos dejaba esperando. Nos volvimos transparentes en la oscuridad de esta casa llena de espejos. Tus manos se multiplicaban a cada paso, se nos multiplicaban los insomnios. Múltiples ceniceros vacíos, prendas múltiples abrigando los paisajes volcánicos del suelo. A cada minuto nos multiplicábamos en superficie, en espacio, hacia otras dimensiones. Se rompió un espejo y empezamos a pensar en la eternidad. En algún lugar de esta casa te pedí que me contaras un cuento y rompimos el infinito a mordiscos.


















Prismes
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El hombre de arena

El ser o no ser de un pájaro consiste en probar la hierba de alambre de cada cielo, salir de fondo en las fotos. Hoy me llamas desde una nube okupa, deséame suerte para el silencio (los túneles te arrancan las palabras de la boca). Llevas la vida, la última factura, en el bolsillo de atrás de la cabeza. No llevas sombrero, no sales en las fotos. Vuelas, pruebas la hierba de alambre, haces el amor y encuentras dinero por el suelo. La inmortalidad te aprendió de pequeño, te recuerda por la noche, piensa que te arropa pero no se acerca. Ya eres todos los hombres.






















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El inmortal

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o castigarlo Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi con desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.


"El inmortal", Jorge Luis Borges






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La cuerva

Volver al ego. Alzar la vista, restar estrellas. Coleccionar souvenirs de las cafeterías. Rugirle a las teleoperadores con voces de tubo y miradas de aguja. Escalonar el sueño, registrar los despertares. Saber el dolor de la luz. Aceptar lo jazzístico de un vaso con hielo, con trabajo. Despoblar la frente de amigos extraños. Volver al origen, la náusea, la tinta y el ego.

Autovíame la boca. Sálame por dentro.

























ThyMournia